Cuando el mundo era joven y nosotros éramos inocentes —tanto hombres como mujeres— estábamos «desnudos y no nos avergonzábamos» (Génesis 2.25). Nada que esconder. Simplemente... glorioso. Y mientras aquel mundo era joven y nosotros, también, éramos jóvenes y bellos y llenos de vida, se dio vuelta en una esquina.
Algo ocurrió de lo cual habíamos oído pero que nunca habíamos entendido completamente, o lo veríamos desarrollarse todos
los días de nuestras vidas, y, más importante aún, también veríamos la oportunidad dada a nosotros cada día para dar marcha atrás a lo ocurrido.
"Entre los animales salvajes que Dios creó, no había otro más astuto que la serpiente. Un día, la serpiente le dijo a la mujer: —¿Así que Dios les dijo que no comieran de ningún árbol del jardín? La mujer le contestó: —¡Sí podemos comer de cualquier árbol del jardín! Lo que Dios nos dijo fue: “En medio del jardín hay un árbol, que no deben ni tocarlo. Tampoco vayan a comer de su fruto, pues si lo hacen morirán”.
Pero la serpiente insistió: —Eso es mentira. No morirán. Dios bien sabe que, cuando ustedes coman del fruto de ese árbol, serán iguales a Dios y podrán conocer el bien y el mal.
La mujer se fijó en que el fruto del árbol sí se podía comer, y que sólo de verlo se antojaba y daban ganas de alcanzar sabiduría. Arrancó entonces uno de los frutos, y comió.
Luego le dio a su esposo, que estaba allí con ella, y también él comió. En ese mismo instante se dieron cuenta de lo que habían hecho y de que estaban desnudos.
Entonces tomaron unas hojas de higuera y las cosieron para cubrirse con ellas. Con el viento de la tarde, el hombre y su esposa oyeron que Dios iba y venía por el jardín, así que corrieron a esconderse de él entre los árboles.
Pero Dios llamó al hombre y le preguntó: —¿Dónde estás? Y el hombre le contestó: —Oí tu voz en el jardín y tuve miedo, pues estoy desnudo. Por eso corrí a esconderme.
—¿Y cómo sabes que estás desnudo? —le preguntó Dios—. ¿Acaso comiste del fruto del árbol que te prohibí comer?" (Génesis 3:1-11 TLA)
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